Y cuando vuelva, hijo, que tenga juicio
La novela se extiende desde los principios de este siglo, en los albores de la ciencia, la luz eléctrica y los grandes inventos, hasta sumergirse en la Primera Guerra Mundial, conflicto que dejará heridas imborrables en los personajes. Transita por el Centenario de la Revolución de Mayo, la llamada “fiesta” de los argentinos donde miles de hombres con sus canotier, oriones y pajizos siguen entusiasmados desfiles, inauguraciones y exposiciones, hasta los primeros conflictos sociales y las revueltas en Francia y Alemania, dos naciones guerreras, una de ellas aún con deseos de revancha después de 1870. Es el preludio del paso de la caballerosidad en las guerras a la crueldad en su máxima expresión. Se mueven ante nosotros familias argentinas, francesas, alemanas y uruguayas, médicos del Servicio de Sanidad francés, estudiantes, colonizadores, los médicos y profesores de la Facultad de Medicina de la Argentina, militares, peones, presidentes, funcionarios y empleados, cuyos destinos se entrelazan en una intrincada red de casualidades.
Alejandro Víctor Bousquet, el protagonista, es un joven de buena familia, estudiante de medicina y luego voluntario en el frente francés. Su padre Emmanuel, recio y estricto, se opone, pero después lamentará angustiado su severidad, mitigado por Sara, una mujer enigmática e inexplicable que florece en su desamparo. La madre del voluntario trata de suavizar ese enfrentamiento de voluntades, pero Alejandro parte y se encuentra con el horror de las trincheras. En diferentes puntos del orbe, otros muchachos se presentan voluntarios, son enrolados, convocados y alistados. Allí, en el infausto fragor del combate, se cruzan boches y poilus, en gestos que perdurarían por siempre. Las mujeres esperan detrás de las líneas, con su amor de madres, de novias y de esposas y, algunas de ellas, en la cercana retaguardia, aguardan a las víctimas de la metralla. La guerra avanza pero se estanca en el lodo y en la sangre, meses y meses.
Sarajevo, Buenos Aires Capital, Flores, Montevideo, Quemú-Quemú, Lourdes, Hoenlychen, Río de Janeiro, Châlons-sur-Marne, Hoernerkirchen, Verdun, Bordeaux y Andernos-les-Bains son algunos de los sitios donde se producen aquellos encuentros, pintados como lo fue aquella época, también muy romántica. Se percibe el sabor y el aroma de las comidas y los perfumes, el lujo de los vestuarios, el tacto de las telas y los productos de la mejor calidad, la arquitectura asombrosa, el vapor de las locomotoras y los paquebotes, el chillido de los tranvías, los arpegios de Alejandro violinista, los sones de las marchas militares y de la música de los grandes plasmada en los gramófonos. Sobre ellos, los malvados cañones desparraman acero y muerte en medio del tormento de los amputados y el olor del miedo, cuyos ecos lacerantes llegan a la América del Sur.
Enmarcan el centro de la novela, las cartas de Alejandro a su madre, con la intensidad creciente, en cada una de sus líneas, del afecto hacia los suyos a medida que corre el tiempo. En Francia, acompañan al estudiante voluntario cientos de postales de camaradas, reconocidos y agradecidos, en esos fragmentos de papel acartonado que era casi la única forma de comunicación, aún en las cortas distancias, para transmitir la palabra de amistad. Y por fuera, en todo momento y lugar, los personajes históricos responsables muestran su dignidad y fragilidad, algunos atusándose bigotes e intensificando sus miradas, otros inclinándose ante lo inevitable, pocos con una sonrisa: el Káiser Guillermo II, Roca, Figueroa Alcorta, Pétain, Mangin, Foch, el “Tigre” Clemenceau, la Infanta Isabel de Borbón, don Hipólito Yrigoyen, los doctores Cantón y Güemes, Apollinaire...
Alejandro sufre, sufre por su familia en Buenos Aires y en La Pampa, sufre por sus camaradas, sufre por el mismo, resentido por su enfermedad y las heridas. Empeña su reloj y su anillo, a la par que es condecorado. Se granjea amigos a quienes ha curado y aliviado; encuentra el amor en Marie-Thérèse, ese amor necesitado que en su Patria había perdido de Leticia, quien lo quería como a un hermano. Su familia lo extraña, le escribe y lo consuela, y Emmanuel le pide, en su única epístola, ... hago votos para que tal respete al Pabellón Francés y a sus superiores y que cuando vuelva, tenga juicio. Marie-Thérèse adora y cuida al enfermero, y cuando él debe regresar a Buenos Aires, le dice que lo esperará por siempre. Se embarca en el vapor Liger con su triste uniforme, y en su alma, la firme determinación de cumplir y aclarar las divergencias con su progenitor.
Al final, los tiempos han corrido inexorablemente. Los descendientes de los protagonistas aparecen en la escena contemporánea, buscando en archivos y viejos papeles, la luz de lo acontecido, hallando venturas y desavenencias, y una frase lapidaria que los persigue: ... que tenga juicio. Y en ese instante, el árbol genealógico estrecha sus raíces alrededor de la más joven, juiciosa y radiante de las flores del tupido follaje familiar: María Belén.